En este proyecto he abordado la decisión que tuve que tomar cuando tras años de mantener un trabajo muy bien remunerado, convencional y con prestigio social me ví abocado a atreverme a romper con las reglas y superar el aburrimiento, la falta de propósito, la desazón y la ausencia de entusiasmo. Tuve que salirme del camino recorrido, pagar los peajes de lo diferente, afrontar un nuevo viaje a lo desconocido, afrontar la soledad y la incertidumbre de quien se sale de la caja. Aprender los arañazos que te causa atravesar el sendero de lo intermitente, lo nuevo, lo innovador, la decisión de decidir constantemente, el reto de ser tu propio jefe -el peor sin duda- la posibilidad de poder hacer cualquier cosa y la indecisón de qué hacer cada día.
Sin embargo, también saber que todo saber cuenta, que nada se olvida cuando se aprende de verdad, que eres todas las personas que has sido, que el éxito es un termino relativoy muy personal, mirarte al espejo y saber que eres tú, recordar cuando pensabas que tu creatividad era frívola y descubres que tu mente es imperfectamente extraordinaria. Entender que tu viaje es lo que haces mientras estas vivo y aunque quizá un poco solo siempre alguien te acompaña una parte del camino. Disfrutar de ser varias personas, de tener varias enciclopedias en la cabeza que un día alguien tiró a la basura, ir un paso por delante aunque sea para poder mirar atrás y esperar. Reflexionar en vuelo rasante sobre como la vida es lo que sucede mientras otros hacían mis planes. Descubrir que no eres raro sino diferente, peculiar, excepcional, extraordinario y como todos: único. Sentir que eres libre. Libre pero solo. Libre pero incierto. Libre pero libre.
Cuando la vida te pone frente al espejo
Cuando un viaje te sale a devolver
Cuando la lluvia te moja por dentro
Ser valiente es lo único que puedes llegar a ser.
Cuando sientes que estás solo en el patio
Rodeado de gente sin placer
Cuando el dinero ya no lo es todo
Llegó el momento de dejarte de esconder
Atrevete a equivocarte
Atrevete a abrir la puerta
Sin saber quién es
Atrevete a volver a lanzarte
Sin saber donde vas a caer
Cuando no sabes el camino de vuelta
Cuando lo entiendes todo del revés
Cuando el futuro se escribe en una estación de tren
Y el tráfico desordenado golpea tu mente sin saber por qué.
Atrevete a equivocarte
Atrevete a abrir la puerta
Sin saber quién es
Atrevete a volver a lanzarte
Sin saber donde vas a caer
Vendrán encuentros inolvidables
Vendrán caminos difíciles de recorrer
Llegarán sueños que parecían inalcanzables
Y recuerdos que no supiste entender
Romper las reglas no es hacer trampa
No tuviste más remedio que aprender
Que el mundo no lo cambiaste
Que antes te cambió a ti él.
Atrévete es una canción que nace del vértigo y la lucidez que aparecen cuando decides salirte del camino trazado. Es el eco emocional de todas esas decisiones que no se pueden justificar con argumentos racionales, porque pertenecen al territorio de la intuición, de la vocación o de la necesidad vital.
La letra retrata el instante en que la vida te pone frente al espejo y ya no puedes seguir fingiendo. Habla del cansancio de la inercia, del momento en que el dinero deja de ser refugio y el silencio interior se convierte en una exigencia. Es un diálogo entre el miedo y la esperanza: el miedo a equivocarte y la esperanza de descubrir quién eres al hacerlo.
Cada verso refleja una etapa del proceso de reinvención: la confusión inicial, la soledad del cambio, el riesgo de perderlo todo, la gratitud por lo vivido y, finalmente, la aceptación de que el aprendizaje no siempre se mide en logros. “Atrévete a equivocarte” no es un lema optimista, sino una invitación realista a vivir con incertidumbre, a asumir que el error es parte del camino y que la autenticidad tiene un coste.
El tema cierra con una reconciliación íntima: romper las reglas no es traicionar nada, es simplemente adaptarse a un mundo que también cambia. La canción no promete redención ni éxito; promete movimiento, conciencia, coherencia. Atrévete es, en el fondo, una declaración de independencia interior: la voz de alguien que aprendió que, aunque el mundo no cambie, basta con haber cambiado uno mismo.
A continuación se presentan una serie de videos breves de ocho segundos que intentan reflejar de manera simbólica y en algún caso surrealista las sensaciones, reflexiones del momento de la decisión de dejar La Caixa y de años después de conseguir atreverme a atreverme. Los videos estan hechos con VEO3. La tecnologia todavía genera algunos resultados inexactos pero esos límites son el testimonio también de una época de disponibilidad tecnológica. Cuando todavía todo parecía que estaba empezando, cuando solo los exploradores estábamos en esa selva inexplorada, virgen y por tanto, todo estaba por hacer y por experimentar.
En el video aparece una persona llevando una caja fuerte a la espalda. Este vídeo representa el instante exacto después de saltar al vacío: cuando has dejado atrás el trabajo estable y el mundo conocido, pero aún no sabes en qué vas a aterrizar. Es la libertad recién estrenada, todavía inmadura, que mezcla euforia y miedo. “Libre pero incierto” habla de esa zona intermedia entre la seguridad perdida y el sentido aún no encontrado. Es el momento en que la mente, acostumbrada a la estructura, se enfrenta a la vastedad de lo posible y se paraliza. Aprendí que la libertad, si no se acompaña de dirección, puede ser tan asfixiante como la rutina. Pero también entendí que esa incertidumbre no era un error: era el precio justo de empezar a vivir con autenticidad.
Nadie te avisa de que la libertad también se cobra en soledad. Podrias estar en cualquier playa paradisiaca pero tendrías que irte solo por los demás siguien con sus vidas convencionales y cotidianas. Cuando ya no tienes que fichar, cuando el dinero deja de marcar el ritmo, el mundo sigue su marcha… sin ti dentro. Todos trabajan, planean, corren, mientras tú desayunas sin prisa, en un silencio que no siempre es amable. La independencia que soñabas te deja, de pronto, sin red social ni calendario compartido. Entonces descubres que el tiempo propio puede ser tan vasto como un desierto. "Libre pero solo" es ese amanecer silencioso donde la soledad no es el castigo, sino el escenario.
Cuando dejé la banca sentí una libertad tan grande que, en lugar de aire, me trajo vértigo. De pronto no había jefes, ni horarios, ni hojas de cálculo que dictaran el rumbo; solo una inmensidad de opciones abiertas, cada una tan tentadora como la otra. Quería escribir, crear, enseñar, emprender… y todo a la vez. Pero la libertad absoluta también puede ser una prisión blanca: sin límites, sin señales, sin orden. Descubrí que elegir también cansa, que la libertad sin dirección pesa más que la rutina con propósito. Aprendí que la independencia no consiste en poder hacerlo todo, sino en decidir —con calma— qué merece realmente mi energía.
Con el tiempo entendí que nada de lo vivido se desperdicia. En el video aparece un hombre transifiriendo su conocimiento acumulado a un ordenador en el que va a intentar volcar toda su creatividad. Todo lo que aprendí en la banca —la disciplina, el rigor, la lectura fría de los números— se convirtió en materia prima para algo distinto. Al principio temía que aquel pasado no encajara en mi nueva vida, pero descubrí que el conocimiento no caduca, solo cambia de forma. La lógica que antes aplicaba a los balances ahora la aplico a los proyectos, y la prudencia del análisis financiero se ha vuelto intuición creativa. No se trata de romper con lo que fui, sino de integrar lo aprendido para mirar el mundo con una mezcla extraña de cálculo y asombro. Nada se pierde, solo se transforma.
Ese momento del último día en la oficina fue como cerrar la puerta a una versión de mí que siempre llegaba tarde a sí misma. Había pasado años persiguiendo objetivos ajenos, corriendo detrás de cuotas, cifras y expectativas que nunca se llenaban del todo. Vivía con el alma en alerta, como si el reloj marcara mi valor. Cuando decidí parar, sentí miedo, pero también una calma desconocida. Puse fin a esa carrera sin meta y abrí otra puerta: la de poder decidir mi propio ritmo. Descubrí que vivir no es llegar a todo, sino estar en lo que haces sin sentir que te estás traicionando. “Ya no quiero correr, quiero vivir” dejó de ser una frase y se convirtió en una forma de estar.
Mientras trabajé en la banca, todo tenía un marco: normas, jerarquías, convenios, coberturas. La seguridad era tan densa que uno casi podía confundirse con ella. Pero cuando decidí salir de ahí y empezar a vivir de forma más libre, todo cambió. La estructura desapareció, y con ella, la red de protección. Lo descubrí pronto: cuando tienes una vida no convencional y una mente no convencional, el sistema no te acompaña, te observa. Cada decisión fuera del molde se convierte en un expediente, cada idea distinta en una sospecha. Ser asalariado era estar dentro del tablero; ser autónomo fue entrar en la selva. Allí entendí que la verdadera carga no era la burocracia, sino la desconfianza: el sistema no sabe qué hacer contigo cuando no encajas, así que intenta corregirte.
Salir de la carretera fue como desviarme del mapa que todos parecían seguir sin dudar. Mientras caminas por el camino convencional, todo encaja: tienes un sueldo, un marco legal, un papel que cumplir. Pero cuando decides apartarte, el suelo se vuelve incierto. Ser autónomo significa que el riesgo es todo tuyo y la seguridad se convierte en un recuerdo. Aun así, el mayor desafío no es económico, sino social: la incomprensión. La gente no entiende por qué alguien abandona la comodidad para adentrarse en la espesura de lo desconocido. Te miran como si hubieras cometido una rareza, cuando en realidad solo has seguido una necesidad interior. Salirse de la carretera tiene un precio, sí, pero también una recompensa silenciosa: caminar por fin en el sentido que elegiste, no en el que te asignaron.
Ver a otros subir al escenario mientras yo aplaudía desde la butaca fue como mirar una línea de tiempo alternativa: la vida que habría tenido si hubiera seguido el guion. El sistema premia la continuidad, la obediencia, la estabilidad. Quien sigue el camino tiene una escalera trazada, una narrativa que se entiende y se celebra. Pero cuando decides perderte, cuando eliges empezar de nuevo a los cuarenta, renuncias a esa visibilidad y a ese reconocimiento. Es como volver a cero una y otra vez, sin aplausos, sin medallas, solo con la certeza íntima de estar siendo fiel a lo que necesitas hacer. Ellos siguieron el camino; yo elegí perderme. Y aunque a veces duela, perderse también es una forma de encontrarse.
Con el tiempo he aprendido que en España ser diferente no es solo raro: es casi una provocación. Aquí la originalidad despierta sospechas, la innovación se revisa con lupa y el error se castiga como si fuera delito. Venir de un entorno donde la norma es la seguridad y decidir explorar caminos poco convencionales te convierte, de pronto, en un caso a examinar. Lo he vivido en lo profesional y en lo administrativo: cada iniciativa, cada formato nuevo, cada intento de pensar distinto parece exigir una defensa previa. Me di cuenta de que más que miedo al fraude, lo que hay es miedo a lo que no se entiende. Y eso explica por qué tantas ideas buenas mueren aquí antes de probarse. Diferente es sospechoso, sí, pero también es la única forma de que algo cambie.
Cuando te quedas solo contigo mismo descubres que moverse no siempre significa avanzar. Hay etapas en las que aceptas proyectos por necesidad, por miedo o simplemente por no quedarte quieto. Lo disfrazas de productividad, pero en el fondo sabes que estás corriendo en una cinta: sudando, agotado, sin desplazarte ni un milímetro hacia lo que realmente quieres. A veces es la presión económica, otras la desorientación emocional, o esa voz social que te empuja a “seguir haciendo”. Pero llega un punto en el que entiendes que la acción sin propósito es solo ruido. Que avanzar no es moverse más, sino hacerlo en la dirección que de verdad te construye.
Vivir con muchas curiosidades es una bendición que a veces pesa como una condena. En un mundo que adora a los especialistas, ser polímata se convierte en una rareza incómoda. He pasado años saltando entre disciplinas, mezclando finanzas con psicología, historia con tecnología, creatividad con análisis, y aunque eso me da una visión más rica del mundo, también me obliga a cambiar de máscara según el contexto. En España, sobre todo, la diversidad de intereses se interpreta como dispersión, no como amplitud. Por eso a veces, cuando me preguntan a qué me dedico, pienso en esa escena de la rueda de reconocimiento y me dan ganas de responder: “¿Quién quieres que sea hoy?” Aprendí que no hay identidad estable cuando te mueves entre mundos, pero sí hay coherencia si logras que todos hablen entre sí dentro de ti.
He aprendido que ver las cosas antes que los demás no siempre es una ventaja. Durante años me ilusionaba descubrir algo nuevo, sentir la energía de lo que estaba por venir —Internet, las redes, ahora la inteligencia artificial— y pensar que podía contagiar ese entusiasmo. Pero la mayoría de las veces lo que encontraba era silencio o incredulidad. Esa sensación de hablar desde otro tiempo, de llegar demasiado pronto, termina desgastando. Con el tiempo entendí que no todos los proyectos fallan; algunos simplemente nacen antes de su época. “No era el momento” dejó de sonar a derrota y empezó a ser una forma de respeto hacia el tiempo de los demás, y también hacia el mío: saber guardar las ideas hasta que el mundo esté preparado para escucharlas.
Cuando dejé la banca, lo hice con una idea muy clara: quería que mi trabajo sirviera para algo más que generar beneficios. Desde pequeño he sentido que el conocimiento y la acción deben tener un propósito social, una forma de devolver al mundo lo que uno aprende. Por eso mi camino me llevó del sindicalismo y la política al cooperativismo y la educación. Descubrí que el sentido no está en el tamaño del proyecto, sino en la coherencia entre lo que haces y lo que crees. Cada pieza que coloco —igualdad, justicia, sostenibilidad, paz— es un recordatorio de por qué decidí empezar de nuevo. Construir algo con sentido no es levantar un edificio, sino una forma de vida.
Siempre me ha fascinado cómo el tiempo convierte la experiencia en un tipo de conocimiento que no se enseña en ningún temario. Cuando decidí ser profesor con más de cincuenta años, entendí que mi edad no era una desventaja, sino una herramienta. Lo que viví a los 25, cuando todo era impulso; a los 35, cuando buscaba identidad; y ahora, con 50, cuando valoro el equilibrio, se ha convertido en una manera distinta de mirar a los alumnos. Ya no solo enseño conceptos: enseño procesos, dudas, errores, caminos. La experiencia no sustituye a la teoría, pero la ilumina. Por eso creo que todo lo vivido, incluso lo que dolió, también se enseña.
Cuando echo la vista atrás, entiendo que dejar la banca no fue una locura, sino una necesidad biológica, casi de supervivencia. En aquel momento todo era duda, ansiedad, noches sin dormir, conversaciones llenas de preocupación ajena. Nadie entiende tus decisiones cuando las tomas en mitad del vértigo. Pero con la distancia, todo cobra sentido. Miro aquel periodo como quien observa la Tierra desde el espacio: ves el conjunto, no el detalle, y descubres que el caos tenía su orden. Aprendí que a veces hay que alejarse —del trabajo, del ruido, incluso de uno mismo— para comprender que seguir la intuición, aunque asuste, era la única forma de respirar. Desde lejos… todo se entiende mejor.
En la banca el margen de error era mínimo: todo estaba medido, supervisado, previsto. Pero cuando decidí trabajar por mi cuenta, descubrí que la única forma real de aprender era ensuciarme las manos. Nadie te corrige, nadie te cubre. Solo tú, tu curiosidad y la prueba constante. Siempre he sido autodidacta, pero con Internet y los tutoriales esa pulsión se volvió un modo de vida: probar, fallar, ajustar, volver a intentar. Entendí que la experiencia no se adquiere mirando, sino haciendo. Que crear tu propio modelo de vida implica equivocarte muchas veces y aun así seguir experimentando. Tenía que mancharme para aprender, y, curiosamente, en esas manchas encontré mi libertad.
Durante mucho tiempo pensé que lo mío era ir cambiando de profesión, hasta que entendí que en realidad lo que había hecho era cambiar de órbita. Pasé del Derecho a la banca, del sindicalismo a los proyectos sociales, y de ahí a la educación y la creatividad. Pero lo que realmente cambió fue el centro de gravedad: ya no giraba alrededor de la jerarquía o del salario, sino de la autonomía y del sentido. Vivir sin jefes, elegir proyectos, decidir mis ritmos… todo eso me dio libertad, pero también vértigo. Después llegaron los diagnósticos de alta capacidad y Asperger, que explicaron muchas cosas: mi forma intensa de pensar, de conectar ideas, de obsesionarme con lo que me apasiona. Comprendí que no había salido del sistema, solo me había desplazado a otra órbita mental, una donde mi forma de ver el mundo —aunque distinta— encajaba, al fin, con lo que soy.
Una noche me descubrí frente a mis propias sombras: no era el dinero lo que me quitaba el sueño, era el miedo. El miedo a que se acabara lo que tenía, a no saber generar de nuevo, a no poder empezar otra vez. Después de años en la banca, mi mente había quedado programada para asociar la seguridad con el saldo, el valor con el ingreso y la calma con la nómina. Pero cuando todo eso desaparece, lo que tiembla no es la cuenta, sino la confianza. Con el tiempo entendí que el dinero no era el verdadero problema: era solo el reflejo del temor a perder el control, a dudar de mis propias capacidades. Superar ese miedo fue volver a aprender que la seguridad real no está en lo que tienes, sino en saber que, si hace falta, puedes volver a empezar.
Pasé media vida cumpliendo con precisión lo que otros habían diseñado: horarios, objetivos, jerarquías, protocolos. Mi trabajo era eficiente, medible, correcto, pero cada día sentía que una parte de mí se iba borrando. Al dejar la banca, me di cuenta de que no quería seguir obedeciendo estructuras que ya no me representaban. Quería crear algo propio, aunque fuera incierto, aunque no tuviera manual. El cambio no fue solo laboral, fue psicológico: dejar de ser ejecutor para convertirme en autor. Ya no trabajo para otros, ahora creo lo mío. Y aunque a veces duela la falta de rumbo, cada decisión, cada error, cada logro lleva mi firma, no la de un sistema que me dictaba quién debía ser.
Vivimos rodeados de ruido: ideas que compiten, voces que gritan, pantallas que exigen atención constante. En medio de ese torbellino intento abrirme paso, explicar algo con calma, proponer un sentido. Pero el mundo va demasiado deprisa para escuchar. Todo se vende, todo se repite, todo caduca antes de que pueda arraigar. Y ahí aparece mi propia fragilidad: la falta de constancia, la dificultad de sostener el pulso en una sociedad que solo premia la urgencia. Hay tanto ruido que nadie escucha no es una queja, es un reconocimiento: mi voz no busca volumen, busca resonancia. Y aunque a veces sienta que no tengo la perseverancia suficiente, sigo intentándolo, porque aún creo que alguna idea —una sola, sincera— puede sobrevivir al ruido.
Creatividad y pensamiento transversal.
He descubierto que soy una persona con una gran capacidad para generar ideas y conectar ámbitos distintos: finanzas, comunicación, psicología, historia, tecnología.
Autonomía y disciplina.
Tras años de trabajo estructurado en la banca, conservo el rigor, la constancia y la capacidad de organización, ahora aplicadas a mis propios proyectos.
Capacidad analítica y visión global.
Mi experiencia profesional y vital me permite interpretar los contextos con perspectiva, combinando intuición y análisis.
Sensibilidad ética y propósito social.
Busco que mi trabajo tenga impacto, sentido y coherencia con mis valores: igualdad, sostenibilidad, justicia, cooperación.
Experiencia vital acumulada.
Aporto madurez, serenidad y una mirada pedagógica amplia que puede enriquecer mi papel como profesor y formador.
Aprendizaje autodidacta y adaptación tecnológica.
Soy capaz de aprender de forma independiente y rápida, especialmente con herramientas digitales y con inteligencia artificial.
Resiliencia y capacidad de reinvención.
He pasado por cambios profundos y he sabido transformarlos en crecimiento personal y profesional.
Estrés decisional y dispersión.
Tener demasiadas opciones y centros de interés puede bloquearme o hacerme perder foco.
Incertidumbre financiera y falta de estructura externa.
La autonomía implica gestionar cobros, incertidumbre y periodos sin ingresos estables.
Sensación de aislamiento.
Salirse del camino convencional genera incomprensión y cierta soledad profesional y social.
Exceso de autoexigencia.
Mi necesidad de coherencia y perfección puede hacerme dudar en exceso o retrasar decisiones.
Falta de reconocimiento inmediato.
Al no seguir la carrera lineal del sistema, mis logros no siempre se traducen en prestigio o validación externa.
Cansancio cognitivo.
La polimatía, aunque valiosa, puede agotar y dificultar la priorización.
Integrar experiencia y creatividad en la docencia.
Puedo aportar una enseñanza basada en la vida real, el pensamiento crítico y la conexión interdisciplinar.
Expansión de la inteligencia artificial y la innovación educativa.
Estoy en un momento histórico en el que mis conocimientos sobre IA, ética y creatividad tienen aplicación directa.
Espacios cooperativos y proyectos con propósito.
Formar parte de una cooperativa me permite trabajar desde valores compartidos y crear impacto social.
Demanda creciente de pensamiento crítico y de perfiles híbridos.
El mundo empieza a valorar cada vez más las miradas no lineales y la capacidad de unir disciplinas.
Aprovechar la neurodiversidad como fortaleza.
Mi forma diferente de pensar y percibir puede ser un activo creativo, analítico y empático si se canaliza con equilibrio.
Mayor libertad creativa y tecnológica.
La autonomía me permite experimentar, explorar nuevos formatos y diseñar mi propio modelo de trabajo.
Cultura del conformismo y la sospecha ante la diferencia.
En España lo no convencional se percibe con desconfianza, lo que dificulta emprender desde la originalidad.
Saturación del mercado laboral y cultural.
La sobreoferta de proyectos y la dificultad para monetizar el trabajo creativo limitan el reconocimiento económico.
Inestabilidad estructural del trabajo autónomo.
El sistema está diseñado para trasladar todo el riesgo al individuo.
Dificultad para mantener la motivación sin marcos externos.
La ausencia de jerarquías o rutinas puede llevar a periodos de desorientación o bloqueo.
Desfase entre la visión personal y los tiempos sociales.
Muchas de mis ideas o proyectos llegan antes de que la sociedad esté preparada para ellos.
Falta de comprensión institucional ante trayectorias atípicas.
Administraciones, empresas y entornos formales penalizan la irregularidad, la polimatía y los caminos discontinuos.